ALLAN KARDEC
“Es necesario
propagar la moral y la verdad.”
Precursores
de la tempestad
París, 30 de enero de 1866
(Grupo
del Sr. Golovine; médium: Sr. L…)
Permitid
que un antiguo dignatario de Táurida bendiga a vuestros dos hijos. ¡Puedan
ellos, bajo la égida de las respectivas madres, volverse inteligentes en todo y
ser para vosotros el motivo de auténticas satisfacciones! Deseo que sean espíritas
convencidos, es decir, que se saturen de tal modo de la idea de otras vidas, de
los principios de fraternidad, de caridad y de solidaridad, que los
acontecimientos que se precipitarán cuando ellos estén en edad de conciencia y
de razón no los espanten, ni tampoco atenúen su confianza en la justicia divina,
en medio de las pruebas que la humanidad debe atravesar.
En
ciertas ocasiones sois sorprendidos por la intemperancia con que vuestros
adversarios os atacan. Según ellos sois locos, visionarios, que tomáis la
ficción por la realidad, que resucitáis al diablo y todos los errores de la
Edad Media. No obstante, sabéis que responder a todos esos ataques sería
entablar una polémica infructuosa. Vuestro silencio es una prueba de vuestro
poder, y al no darles ocasión para replicar acabarán por callarse.
Lo que
más podéis temer es lo imprevisto. Si acaso se produjera un cambio de gobierno,
en el sentido ultramontano más intolerante, por cierto seríais perseguidos,
escarnecidos, combatidos, condenados, expatriados. Pero los acontecimientos,
más poderosos que las maquinaciones veladas, preparan en el horizonte político
una tormenta bastante violenta y, cuando la tempestad estalle, tratad de estar
bien a resguardo, de ser muy fuertes y absolutamente desinteresados. Habrá
destrucción, invasiones, delimitaciones de fronteras, y de ese inmenso
naufragio que provendrá de Europa, de Asia y de América, solamente escaparán
-tenedlo en cuenta- las almas bien templadas, los espíritus esclarecidos, todo
lo que sea justicia, lealtad, honor y solidaridad.
¿Son
perfectas vuestras sociedades tal como están organizadas? Tenéis por millones
a vuestros parias; la miseria continúa colmando vuestras prisiones, vuestros
lupanares, y abastece vuestros cadalsos. Alemania asiste, como en todos los
tiempos, a la emigración de sus habitantes de a cientos de miles, lo que no
hace honor a sus gobiernos; el papa, príncipe temporal, esparce el error en el
mundo, en vez del Espíritu de Verdad del cual él constituye el emblema
artificial. La envidia en todas partes. Veo intereses que se combaten
recíprocamente y ningún esfuerzo para levantar al ignorante. Los gobiernos,
minados por principios egoístas, tratan de mantenerse contra la marea que sube,
marea que es la conciencia humana, que finalmente se rebela, al cabo de siglos
de expectativa, contra la minoría que explota a las fuerzas vivas de las
nacionalidades.
¡Nacionalidades!
¡Ojalá Rusia no hubiera encontrado en esa palabra un escollo insalvable, un
nuevo Cabo de las Tormentas! Bien amado país, que no olviden tus hombres de
Estado que la grandeza de una nación no consiste en tener fronteras ilimitadas,
provincias numerosas y escasas aldeas, algunas grandes ciudades en un océano de
ignorancia, inmensas planicies pero desiertas, estériles, inclementes como la
envidia, como todo lo que es falso y suena falso. Por más que el sol no se
ponga sobre vuestras conquistas, no por eso dejará de haber menos
desheredados, menos rechinar de dientes, todo un infierno amenazador y temible
como la inmensidad.
Al igual
que los gobiernos, las naciones tienen su libre albedrío; como las simples
individualidades, saben guiarse por el amor, la unión, la concordia. Sin
embargo, aportarán a la anunciada tempestad elementos eléctricos adecuados
para destruirlas y disgregarlas con mayor eficacia.
INOCENCIO.
(En vida, arzobispo de Táurida).
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